El olvido que seremos by Héctor Abad Faciolince

El olvido que seremos by Héctor Abad Faciolince

autor:Héctor Abad Faciolince [Abad Faciolince, Héctor]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama, Histórico, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 2005-01-01T05:00:00+00:00


La muerte de Marta

26

Y DESPUÉS de ese paréntesis de felicidad casi perfecta, que duró algunos años, el cielo, envidioso, se acordó de nuestra familia, y ese Dios furibundo en el que creían mis ancestros descargó el rayo de su ira sobre nosotros que, tal vez sin darnos cuenta, éramos una familia feliz, e incluso muy feliz. Casi siempre pasa igual: cuando la felicidad nos toca es cuando menos nos damos cuenta de que somos felices, y tal vez las alturas nos mandan nuestra buena dosis de dolor, para que aprendamos a ser agradecidos, aunque ésta es una explicación de mi mamá, que nada explica, y que no pongo como mía, ni suscribo, pero que sí escribo porque mientras la felicidad nos parece algo natural y merecido, las tragedias nos parecen algo enviado desde afuera, como una venganza o un castigo decretado por potencias malignas a causa de oscuras culpas, o por dioses justicieros, o ángeles que ejecutan sentencias ineluctables.

Sí. Éramos felices porque mi papá había vuelto de Asia definitivamente y ya no pensaba volver a irse nunca, pues la última vez se había deprimido hasta el borde mismo del suicidio, y por fortuna ya no lo estaban persiguiendo en la Universidad por comunista, sino si mucho por reaccionario (porque todos los felices, para los comunistas, eran en esencia reaccionarios, debido a que lo eran en medio de infelices y desposeídos). Éramos felices porque por un momento pareció que los poderosos de Medellín confiaran en mi papá y lo dejaran actuar, trabajar, pues veían que hacía programas útiles de medicina pública, vacunaciones, promotoras de salud, acueductos veredales, y sus acciones no se quedaban en palabras y palabras, como las de tantos otros. Y entonces, como mi papá ya no veía su trabajo en peligro y mi mamá estaba empezando a ganar más plata que él, nos dábamos ciertos lujos, como ir de vez en cuando a un restaurante chino, todos juntos, o abrir una botella de vino, cosa inusitada, única, para atender al doctor Saunders, o recibir mejores regalos en Navidad (una bicicleta, una grabadora de casetes), o ir a ver en procesión familiar una película que a mi papá le parecía lo mejor que había visto, Una leona de dos mundos, de la que recuerdo el título, la fila para entrar al cine Lido, y nada más.

Éramos felices porque nadie se había muerto en la familia y todas las semanas nos íbamos para la finca desde el viernes hasta el domingo, una finca pequeña, de dos cuadras, en Llanogrande, en tierra fría, que tío Luis, el cura enfermo, le había regalado a mi mamá con sus ahorros de toda la vida, y como la situación estaba mejor mi papá hasta me había comprado un caballo, Amigo, así lo habíamos puesto. Amigo, un táparo flaco y moro, desgarbado, con la misma estampa de Rocinante, cada semana más flaco, en las costillas, porque no había pasto en la finca, pero que a mí me parecía un potro árabe, por lo menos, o



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